“En la zona urbana tengo que tener más de cuatro ojos y cuatro manos y los pies ágiles. Debo que tener el movimiento de la cabeza para todo lado, porque si miro para allí, no miro para allí, de pronto viene una moto o un carro o me quitan las pertenencias”.
Carlos Horacio Díaz viste de sombrero, ruana y botas todo el tiempo. No en vano es un campesino oriundo de la localidad de Sumapaz. Lleva toda su vida sosteniendo su familia por medio de la agricultura y la ganadería. En Sumapaz las actividades agropecuarias generan 409 empleos por año, sin embargo, existe desempleo del 75 % de la población. Después de tres horas de viaje, el camino empezó a ser rocoso y la vista cambió de altas edificaciones a verdes paisajes acompañados de una baja temperatura. Un camino difícil. Después de todo, los habitantes de esta región pueden tardar hasta siete horas para salir de aquí. La mayoría de personas visten de ruana en esta, la localidad 20, la más grande y al mismo tiempo la menos habitada de Bogotá. Aquí están las cuencas de dos ríos y el agua es el único ruido que escuchan los campesinos. Luego el imponente páramo donde se ven caer las gotas de agua en los frailejones que funcionan como esponjas.
En medio de este magistral paisaje donde la naturaleza hipnotiza por su belleza, Sumapaz hace parte irónica de la gran masa gris de cemento que es Bogotá.
Los ciudadanos de Sumapaz, que pueden llegar a los 6.000, se mueven entre vías que no están pavimentadas y no cuentan con medios de transporte como el TransMilenio, taxi, bus o ciclorutas. Es como si estuvieran resguardados, protegidos de la gran y caótica ciudad por las montañas y la niebla, resguardando hasta el final su belleza natural.
Pero no siempre fue así.
Carlos Horacio recuerda lo que se vivía en la localidad producto del conflicto armado: “antes, cuando existían las Farc, había guerra y, fuera de bombas, rumores, y el peligro para salir por las minas, pero ya no existe ese temor de caminar por cualquier parte del campo, ni siquiera en el páramo”.
El fin del conflicto ha sido una razón suficiente para que los campesinos no anhelen la vida urbana que llevan las demás localidades de Bogotá.
Sumapaz intenta dejar atrás los horrores del conflicto concentrándose en valorizar sus riquezas naturales. La alcaldía local realiza un proyecto de restauración ecológica que busca recuperar e intervenir diez hectáreas del territorio atendiendo problemáticas de carácter ambiental. Lucinda Peñalosa es una de las campesinas beneficiadas con esto.
Lucinda, además de aportar a la calidad del aire, la recuperación del suelo y la repoblación de especies de flora y fauna en esta zona, es una mujer que realiza toda clase de labores campesinas, como la manufactura artesanal de queso para sostener económicamente a su familia: “lo primero es lavar el ubre, la ordeñamos, traemos la leche, le pones el cuajo a una temperatura y se prensa”. Es una mujer de campo que le ha tocado educar a sus hijos sin ningún apoyo.
“Hago el mismo papel de mamá y papá en lo de la casa, ver por mis hijos, sembrar y tener nuestras huertas caseras, como aquì se siembra la papa, la criolla, la cebolla.”
Lucinda es un claro ejemplo de la mujer campesina.
Alzan su voz para ser escuchadas y cargan en sus brazos bultos de papas y ordeñan las vacas, pero también participan de las Juntas de Acción Comunal para conocer las necesidades de su territorio y han conformado el Consejo Local de Mujeres para activar las políticas que defienden los derechos de su género.
Los hombres de Sumapaz, por otro lado, han desempeñado toda su vida actividades del campo. Sin embargo, cuando sus hijos crecen, prefieren emigrar a otras localidades para iniciar sus estudios profesionales, algo administrativamente trágico para una localidad tan deshabitada desde el inicio.
Don Virgilio Poveda tiene 74 años, nació aquí y aunque tuvo oportunidades en la Bogotá urbana, prefirió mantenerse en estos campos, viviendo su propia historia entre el frío y los cultivos de papa.
Desde 1944 Virgilio observa las mismas montañas, la misma niebla.
Sus hijos estudiaron hasta quinto de primaria y decidieron emigrar a la Bogotá urbana, según él, para estudiar y mejorar su calidad de vida: “usted sabe que los hijos ya crecen y ya consiguen lo que ellos necesitan y después se van y lo dejan a uno solitario”.
Entre el frío constante y la inmensidad de una localidad que se hace cada vez más fría conforme se sube por sus montañas, es fácil sentirse solitario.
“[Mis hijos] me dicen: papá, camine, camine, y yo les digo que acá me quedo”.
“Yo me quedo aquí, porque yo moriré aquí”.
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