Vine porque alguien me contó que, en El Raizal, los lugareños tienen por costumbre comer salchichón con bocadillo veleño para mitigar el hambre y apaciguar el frio. Esta es una práctica ancestral. Desde hace mucho tiempo los campesinos lo consumen como pasabocas o lo llevan de fiambre.
He estado en varias regiones del país. En el departamento del Valle, por ejemplo, el fiambre de los vallunos está compuesto de cerdo, papa, arroz y chorizo que envuelven en hoja de plátano.
En Antioquia, los paisas elaboran el fiambre con chicharrón, carne molida, chorizo, huevo cocido, arroz, arepa y tajadas que embalsaman en hoja de biao.
Y qué decir del fiambre santandereano… se hace de gallina, yuca, papa, arracacha, arepa de maíz pelado y pepitoria. Cuentan que, en esa región del país, ningún representante de Dios en la tierra, cuando ha visitado el departamento, se resiste a un suculento fiambre.
Pero que los raizalunos tengan por costumbre poner en una mochila una barra de salchichón y bocadillo veleño cuando van de paseo o a sus jornadas laborales, es algo exótico. ¡Vaya, vaya!
En mi visita periodística me acompaña una joven comunicadora. Estudió Comunicación Social en la universidad Sergio Arboleda. Es una periodista muy acuciosa y por cuestiones de su oficio, al igual que yo, en nuestros recorridos hemos tenido que probar platillos propios de la gastronomía colombiana, pero nunca uno como el del Raizal.
Tras varias horas de recorrido por fin llegamos a El Raizal. No más de seis casas componen el casco urbano. Un hombre de estatura pequeña que vestía de ruana, jin y botas de caucho, salió al paso, se quitó el sombrero y nos extendió la mano dándonos la bienvenida.
—Soy el presidente de la junta de acción comunal, bienvenidos a El Raizal, dijo con alegre sonrisa.
—¿El presidente de qué?
—De la junta de acción comunal de una de las veredas más bonitas de la localidad: El Raizal.
—Qué bien, presidente. ¿Cómo van las cosas por aquí?
— Excelente. Y ¿a qué se debe la visita?, nos preguntó.
—Vengo porque quiero escribir una historia que me contaron en la Bogotá Rural, sobre el salchichón y el bocadillo.
—¡Ah, sí! Ese es bocado de cardenal para nosotros los sumapaceños.
Durante un rato hablamos con el dirigente comunal del quehacer diario de los raizalunos. Minutos después, el hombre descubrió una de sus manos que mantenía celosamente arropada con la ruana, y me mostró con el dedo índice las instalaciones del salón comunal y por último la vieja iglesia que descansa en la cima de una pequeña montaña, desde donde se aprecia el río Blanco serpentear por el valle.
—¿Cada cuánto celebran misa aquí?, le pregunté.
—Cada mes viene el curita desde Usme a decir la Santa Misa, respondió.
—Entonces los raizalunos pecan poco — le dije —. Sus almas siempre están en paz con Dios, por lo que infiero.
—Sí, sí. Así es—, me respondió con convicción. Ese día, hombres y mujeres nos apresuramos a buscar la redención, me contestó.
Mientras hablábamos vi gente que vestía de ruana, usaban sombrero y calzaban botas de caucho. En sus rostros advertí la inclemencia del frío del páramo. Es una piel enrojecida debido a la falta de oxígeno. Además, llueve la mayor parte del año.
La mayoría de los habitantes de esta parte de la cuenca del río Blanco de la localidad de Sumapaz nacieron aquí, de manera que sus cuerpos y almas están acostumbrados a las bajas temperaturas y a su amado embutido que acompañan con una buena dosis de calorías que les da el bocadillo veleño. ¡Bendito sea Dios!
Luego de hablar con el dirigente comunal, nos topamos con don Luis, un hombre de carácter amable, de piel trigueña, de estatura corpulenta y de mostacho tupido.
Don Luis es el dueño de una de las tiendas del sector. Le pedimos que nos ayudara con un café bien humeante, nuestro ruego fue escuchado prontamente y en minutos doña Obdulia, su mujer, nos atendía amablemente.
Mientras mi acompañante tomaba los primeros sorbos de café, yo hice un barrido con mi mirada a los estantes y las vitrinas del negocio. Sí, ahí estaban. En una puntilla que había sido clavada en un extremo del estante apoyado sobre una pared de la edificación, pendían unas siete u ocho barras de salchichón.
—Angie, ¿los ves?
— ¿Veo qué?
—Los Salchichones…
— ¡Ufff! Sí. Muy curioso.
Y como la razón de nuestro viaje era la de contar la historia del mecato sumapaceño, hice lo que dice el refrán: manos a la obra. Fue entonces cuando don Luis comenzó a hablar del seductor bocado de cardenal.
—Esta es una costumbre que heredamos de nuestros abuelos. En Sumapaz, comer Salchichón con bocadillo es muy natural. Recuerdo que cuando niño, mi padre me llevaba de cacería y antes de buscar la escopeta, lo primero que se hacía era comprar una barra de salchichón y una caja de bocadillos de fiambre.
Había que caminar por entre el monte y con esos aguaceros y ese frío que hacía, lo más práctico era el Salchichón y el bocadillo. El salchichón, porque nos quitaba el hambre mientras regresábamos a casa, y el bocadillo veleño, porque ahuyentaba el frío. Desde entonces se volvió una costumbre.
Este mecato es para los sumapaceños, como el tamal con chocolate para los de la Bogotá urbana.
Afuera el frío arrecia. El viento corre como endemoniado por entre las montañas y las ramas de los árboles se estremecen. Ya es tiempo de regresar, pronto comenzará a oscurecer y el trayecto es largo.
—Don Luis, deme dos mil de salchichón y un bocadillo, por favor.
—¿Va a probar a qué sabe?
—No, es para mi compañera. Ella se muere por probar a qué sabe su mecato.
—¿Dos mil de salchichón?, me preguntó.
—Sí, dos mil. Pero bien medidito, por favor. No olvide el bocadillo.
—Angie…